lunes, 2 de marzo de 2015

EN FILIPINAS PASAN DEL FUTBOL


No es que yo pase del fútbol, debo reconocer que me gusta, lo he practicado durante la primera mitad de mi vida e incluso lo sigo viendo de vez en cuando, aunque sólo sea por televisión. Hace mucho tiempo que vivo fuera de mis raíces y me resulta imposible ir al campo a ver el equipo de mis amores, tan sólo de forma esporádica, cuando de ciento en viento hago alguna escapada a Bilbao.

Porque soy de Bilbao, y un bilbaíno es del Athletic desde que nace hasta que muere, para lo bueno y para lo malo, para las alegrías y para las penas, es algo que llevamos en las entrañas y siempre será así, nos llena de orgullo formar parte de esa gran familia, un equipo de fútbol que sigue siendo un club, no se ha convertido ni se convertirá en una empresa, en una sociedad anónima, no nos interesa el marketing ni la globalización a la que ha llegado este deporte, esa obsesión por fichar jugadores en función de las camisetas que vendan o al cambiar algo tan romántico por un balance y su cuenta de resultados, y me sigue emocionando ver chavales de corta edad con sus camisetas rojiblancas, porqué sé y estoy seguro que siempre será así y nunca dejarán de lado a su Athletic.

Y ese deporte que nació en Inglaterra para seguir por el resto de Europa, Sudamérica y poco más, ha ido extendiendo sus tentáculos durante este siglo hasta llegar a los lugares más recónditos del planeta. ¿A todos?, bueno, a todos no, curiosamente en Filipinas pasan olímpicamente del fútbol y ni siquiera saben quién es Cristiano Ronaldo o Messi. Aquí levanta pasiones el baloncesto, se juega en todos los rincones, cualquier lugar vale para colocar una canasta y los partidos de la NBA o la PBA (Philippine Basketball Asociation) son capaces de mantener absortos a los pinoys durante horas frente a la televisión.

Cualquiera que visite Filipinas podrá comprobar la influencia de la colonización española en parte de su arquitectura, en el furor católico de la mayor parte de la sociedad, en la cantidad de palabras en español que se mantienen en sus diferentes lenguas, y hasta en su gastronomía. Pero después de los españoles llegaron los americanos y lo que más les llamó la atención de ellos fue ese extraño deporte al que jugaban sus soldados en los ratos libres. Quedaron tan maravillados que les imitaron hasta hacerlo verdaderamente bien, no olvidemos que Filipinas quedó en tercera posición durante el mundial de baloncesto de 1954.


Un dato realmente curioso es que la liga profesional filipina fue la segunda del mundo en constituirse como tal, tras la NBA, antes que las ligas de cualquier otro país europeo. Su funcionamiento es muy similar al de la NBA, no así sus salarios, pero son franquicias de empresas multinacionales que llenan estadios y juegan sus partidos en diferentes ciudades del archipiélago. Los equipos están formados mayoritariamente por filipinos, con algunos fichajes de viejas glorias de la NBA y algunos philam, así llaman a los filipinos en cuyas venas corre sangre de los USA, hijos de matrimonios mixtos que generalmente han nacido o crecido en América.

Jugar unos minutos de un partidillo, o al menos intentarlo, es una forma perfecta para integrarse con los locales de cualquier aldea filipina. Ya lo he practicado alguna vez y debo reconocer que es una auténtica tortura correr para atrás y para adelante bajo los rigores de un clima tropical, el calor y la humedad acaban haciendo mella y estás deseando que termine el match para pasar al tercer tiempo, el de las risas, los comentarios sobre las jugadas del partido y lo que es mejor, las cervezas frías para los participantes.

Llama la atención ver las fabulosas canchas para la práctica del baloncesto que se construyen en pequeños pueblos donde las viviendas o nipas están hechas a base de bambú y hojas de cocotero, las calles están sin asfaltar o no hay un centro sanitario y ni siquiera electricidad. Lo primero es el basketball, el resto de necesidades ya irán llegando. Aunque tampoco les hace falta una cancha decente, de no tenerla son capaces en cuestión de minutos de hacer unas canastas con cuatro trozos de madera y ponerlas en un árbol o en plena carretera. Hace unos años se prohibió en Manila jugar al basket en las calles debido al peligro que suponía a otros viandantes o a los propios jugadores a causa del tráfico. Poco después, y tras multitudinarias protestas de la población local, tuvieron que levantar el veto.

Cuando era un crío recuerdo que el sueño de cualquiera de nosotros era jugar algún día en el Athetic. Pero a cualquier niño filipino al que hagamos la típica pregunta de qué quiere ser de mayor nos contestará que su deseo es ser jugador profesional de la liga filipina, e incluso los más atrevidos buscarán alguna artimaña para escapar a USA y hacerse famosos en los Lakers u otro equipo de la NBA.



martes, 27 de enero de 2015

EL PUB DE HAAST



Disculpadme, pero voy a retroceder unos años en el tiempo para contar algo de Nueva Zelanda, un lugar del que guardo gratos recuerdos, ese país tan lejano, tan agreste y tan espectacular habitado por gente entrañable. Recorrí el país de arriba a abajo y de abajo a arriba, de la isla del norte a la del sur y viceversa. Utilicé una furgoneta perfectamente preparada para moverme y poder vivir en ella durante dos meses y medio, una forma de viajar que me proporcionó plena libertad para conocer esa tierra a mi aire, sin ataduras ni itinerarios establecidos de antemano.

Tampoco os voy contar ahora nada especial, no va a ser una crónica donde podáis encontrar información sobre esos destinos tan famosos y conocidos de Nueva Zelanda, simplemente es una pequeña historia de un día cotidiano cuando se vive viajando, un encuentro con lugareños en el pub de un diminuto pueblo situado al sur de la costa oeste de South Island, en el sur del sur, un pueblito de gente dura acostumbrada a vivir esos rigores de una naturaleza y un clima extremo en algunas épocas del año, un lugar llamado Haast.

Tras dejar el Mt.Cook con pena, echando las últimas miradas furtivas a través del retrovisor, me dirigí de nuevo a la costa oeste atravesando el Haast Pass. La isla sur de Nueva Zelanda está dividida entre el Océano Pacífico y el Mar de Tasmania por la cordillera de los Alpes, una espina dorsal que tan sólo tiene cuatro pasos para poder cruzar por carretera de la costa oeste a la costa este o al contrario. El Arthur Pass, el Lewis Pass, el Divide y el Haast Pass, que es el que se encuentra más al sur.

Una vez llegado de nuevo al oeste bajé hasta Jackson Bay para intentar observar la única clase de pingüinos que me quedaba por ver, unos que tienen una especie de cresta de color amarillo, pero no tuve suerte. Según me dijeron hacía un tiempo demasiado bueno que no animaba a estos animales a salir mucho del agua, les debe molestar el sol. Jackson Bay es una pequeña bahía desde donde hay unas espectaculares vistas de las montañas, y es donde acaba la carretera de la costa, ya no se puede ir más al sur. Al final del pueblito alguien puso un cartel muy explicito que dice "End of the fuckin' road", no sé si su intención fue lamentarse o felicitarse, porque en el Down South, en el sur del sur, la gente intercala un fuckin' cada tres palabras.

Haast es otro pequeño pueblo del Down South típico de la costa oeste, gente dura, descendientes de pioneros. Tiene unos trescientos habitantes y un hotel, un camping, un General Store, una gasolinera y el omnipresente pub. Por cierto, los que viajéis conduciendo por la costa oeste del sur del país echad un ojo al deposito cuando veáis una gasolinera, es muy probable que no encontréis otra en cien kilómetros.

Como era jueves, día que siempre hay algo de ambientillo, y para las siete de la tarde ya había cenado, me dirigí al pub a tomar algo. Estos pubs de pueblo son, sin duda, el observatorio más idóneo para hacer un pequeño estudio sociológico de los lugareños. Aunque en este caso, al ser yo el único guiri que andaba por allí, más bien me estudiaban ellos a mí. La encargada del pub se llamaba Jane, pero yo enseguida la apodé sin decírselo Calamity Jane por sus maneras para mantener a raya a los brutos de la zona, no me extrañaría que tuviera un par de Colts 45 bajo el mostrador. Era una monada de chica, no sé que hacía perdida en ese lugar, pero se debió dar cuenta del brillo de mis ojillos porque rápidamente me dejó caer que estaba casada. No obstante, estuvo encantadora conmigo el par de horas que estuve en su local.

Al poco de llegar yo, entraron unos cazadores de ciervos mostrando las cabezas de los pobre animales recién arrancadas y poniendo perdido de sangre el suelo del pub. Yo casi vomito la cena y Calamity Jane casi les saca a escobazos. Me dijo que esos bestias sólo querían las cabezas para añadirlas a su colección de cornamentas. Yo pensé que entre la colección tal vez se encontraban sus propias cornamentas, quién sabe, todo el día fuera de casa cazando en el monte, seguro que sus mujeres se aburrían bastante.

Y a eso de las ocho empezó a llegar el grueso de la clientela. Unos venían en coche o moto, algo muy normal; otros en bicicleta, muy ecológico; otros en caballo, muy bucólico; y otros en helicóptero, ¡muy surrealista!. En cinco minutos habían aterrizado en una campa cercana unos cinco helicópteros, aquello parecía Apocalypse Now, un ruido ensordecedor, los caballos muertos de miedo, yo no daba crédito. Casi todos eran pilotos que suelen llevar turistas para ver los glaciares y las montañas desde el cielo, pero dos que vinieron un poco más tarde eran simplemente granjeros que viven aislados por algún valle de la zona y lo utilizan como medio de transporte y para tener controlado al ganado que pasta a sus anchas desperdigado por las estribaciones de los Alpes. Uno de ellos me comentó que pequeño helicóptero biplaza salía al cambio más o menos unos treinta mil euros.

Y después de cuatro, cinco o seis pintas de cerveza me despedí de Calamity Jane y del resto de parroquianos entre brindis, apretones de manos y alguna que otra palabra incomprensible, y me fui a descansar a mi querida furgoneta. Al día siguiente me esperaban los glaciares de Fox y Franz Joseph.