miércoles, 29 de octubre de 2014

LANZONES FESTIVAL




Durante la tercera semana de Octubre se celebra cada año en la isla filipina de Camiguin el Lanzones Festival. Como su propio nombre indica, esta celebración rinde tributo y agradecimiento a los lanzones, una fruta tropical que crece en todo el sudeste asiático y en Camiguin supone el sustento económico de gran cantidad de familias.

Los lanzones crecen en árboles que pueden llegar hasta los treinta metros de altura. Sus racimos son cogidos a mano por gente que trepa por el tronco sin ningún tipo de protección, utilizando tan sólo sus manos y pies. Un trabajo peligroso y lleno de riesgos, no entiendo cómo pueden vender esta fruta por menos de un euro el kilo.

Tras pelarlos y quitar su áspera piel nos encontraremos media docena de gajos de un color traslucido y un exquisito sabor fresco, dulce y jugoso. Las semillas interiores son muy amargas, así que mejor no tragarlas. Los lanzones de Camiguin tienen una fama especial entre el resto del archipiélago filipino y otros países de la zona, esta es la causa de que su producción sea tan elevada y se exporten a cantidad de lugares. Dicen que son los más dulces de todo el sudeste asiático.

Por este motivo y por lo que supone para la economía de Camiguin se celebra esta fiesta, pero el Lanzones Festival tiene su origen en una curiosa leyenda, otra más de las muchas que sigue manteniendo la tradición oral filipina. Siempre me ha encantado observar esos humildes barrios filipinos donde nadie ve la televisión por falta de electricidad y los viejos cuentan historias fascinantes a los niños, que escuchan al orador boquiabiertos sin interrumpirle una sola vez.




Cuenta la leyenda que una encantadora pareja de Camiguin estaba felizmente casada pero por mucho que lo intentaban no habían podido tener hijos, una desgracia en un país donde el mayor deseo de sus habitantes es formar una familia. Un buen día decidieron acudir a un árbol de lanzones para pedir a su espíritu su protección y ayuda para que la chica quedara embarazada. Y al cabo de nueve meses de esa visita la mujer dio a luz un niño sano y hermoso.

La pareja recuperó la felicidad mientras veía crecer a su retoño, pero un día pasó cerca de su casa una aswang, una bruja filipina, y tras echar un mal de ojo al bebé éste cayó al suelo fulminado e inconsciente. Ningún médico ni curandero de la isla supo qué enfermedad sufría el niño, y por mucho que lo intentaran nada podían hacer por salvar su vida.

Y de pronto la pareja recordó que tras el nacimiento de su hijo nunca habían vuelto a aquel árbol para dar gracias al espíritu por su ayuda. Corrieron a la jungla para buscarle y le encontraron descansando en el mismo árbol donde un año antes habían hablado con él. Le pidieron disculpas por haberse olvidado de agradecerle su favor y entre lágrimas le explicaron la situación de su hijo y le rogaron que hiciera algo para curar esa extraña enfermedad. En ese mismo instante el bebé volvió a la vida.

Cuando la pareja regresó a su hogar y encontró a su hijo tan sano y lleno de vida como antes de la visita de la aswang se organizó una gran fiesta en el barrio, familiares y vecinos se acercaron a visitar al niño y durante una semana no faltaron comida, bebida, música y bailes tradicionales. Al cabo de un año se volvió a celebrar otra fiesta en tributo al espíritu de los lanzones, y así año tras año hasta ahora.




Este año no hemos querido perdernos el Lanzones Festival, teníamos previsto pasar unas semanas en Camiguin y pensamos que sería perfecto venir este mes, cuando se celebra la fiesta. Y la verdad es que no nos ha defraudado, durante una semana esta isla cambia su cotidiana tranquilidad por el desmadre general. Una especie de mezcla entre tradiciones indígenas y un carnaval brasileiro, debido sobre todo a los disfraces de la gente y a las batucadas que no paran de sonar.

La mayoría de las actividades del festival tienen lugar en Mambajao, la capital de la isla. Allí se concentran los chiringuitos de comida y bebida, los puestos de venta de frutas, verduras o artesanía local, y atracciones para la chavalería como la noria y hasta el tren de la bruja. También se monta una zona para las verbenas nocturnas donde las actuaciones musicales y el bailoteo no cesan hasta que amanece.

Y en estadio de fútbol se celebra lo más importante del festival. Los concursos de la reina de los lanzones y unas espectaculares actuaciones sincronizadas donde los chavales de la isla, representando a sus escuelas, organizan unos preciosos mosaicos a través de sus bailes y disfraces llenando el lugar de música y un colorido alucinante.

Pero la fiesta no acaba en Mambajao, todos los vecinos de la isla colaboran para adornar sus pueblos y barrios con guirnaldas y se reparten lanzones en cada esquina. Por cada lugar que pases siempre habrá una cuadrilla que te invitará a compartir con ellos unos tragos de ron, comer algo o bailar un rato al son de guitarras y batucadas. Los habitantes de Camiguin son conocidos por trabajar duro en la mar o en el campo, pero al menos durante la semana del Lanzones Festival las obligaciones pasan a un segundo plano.


viernes, 17 de octubre de 2014

CHAOLONG RESTAURANTS EN PUERTO PRINCESA


Muchos turistas se sorprenden cuando llegan a la isla de Palawan, al suroeste de Filipinas, y ven tantos restaurantes de comida vietnamita. La mayoría de ellos se encuentran en Puerto Princesa, la capital de la isla, y se distinguen por la palabra chaolong que figura en sus carteles. Tal cantidad de vietnamese cuisine tiene su explicación, son una herencia de los refugiados que huyeron de Vietnam y llegaron a Palawan hace casi cuarenta años.

A decir verdad ya no quedan muchos vietnamitas en la isla, fueron emigrando a otros países, montaron los restaurantes y al abandonar Palawan vendieron sus negocios a los filipinos. Pero los nuevos dueños han sabido mantener la tradición de la cocina vietnamita, aunque la han aderezado con un cierto estilo local.


Los menús no tienen mucha complicación, básicamente el plato estrella en todos ellos es una sopa de noodles de arroz glutinoso a la que se añade ternera, pollo o cerdo, dependiendo del gusto de cada uno. También se puede añadir un huevo cocido para darle otro toque. Van acompañados de un platito con otros aderezos como albahaca, menta, limón y brotes de soja. Y en cada mesa hay un par de tarros con chili y pimentón para darles más calor si cabe.

Otra de las joyas de la corona de estos restaurantes que a mí me apasionan para acompañar la sopa son sus baguettes estilo francés, no olvidemos que Vietnam fue colonia francesa junto a otros países del sudeste asiático formando la antigua Indochina. Barras de pan calentitas y recién salidas del horno que se pueden pedir solas o con mantequilla, ajos, carne y hasta paté. Un pan bien trabajado es algo de lo que más echo de menos por estos lares, y en Palawan tengo la suerte de poder comprarlo a diario.


En los chaolong se puede comer por cuatro perras, ningún plato supera un euro en su precio, eso hace que sean frecuentados por todo tipo de personas, desde familias, grupos de amigos o trabajadores hasta turistas y expatriados residentes en la isla. Y lo mejor de todo es que están abiertos venticuatro horas al día, si en mitad de la madrugada tras una noche de farra nos pica el gusanillo no tenemos mas que buscar un chaolong. Eso sí, no se vende alcohol a partir de medianoche, de esa forma impiden que sus locales se llenen de borrachuzos que quieren continuar la fiesta.

Quizás el chaolong con más calidad de Puerto Princesa sea el Rene's Saigon, en Rizal Avenue, un poquito más caro y con más variedad de platos vietnamitas en su menú. Aunque mi favorito y el más famoso es el Bona's, en Manalo Street, a menudo resulta difícil encontrar un sitio libre, a pesar de que se puede compartir mesa con otros comensales, pero la cantidad de sus noodles y el ambientazo que suele haber es espectacular. Así que aviso a navegantes, cuando lleguéis a Palawan pasaréis por Puerto Princesa con toda seguridad, no dudéis probar la comida de un chaolong aunque sea una sola vez.


miércoles, 1 de octubre de 2014

VIETNAMITAS EN PALAWAN


Tras la caída de Saigón, en 1975, llegó a su fin la guerra de Vietnam. Las tropas del Vietcong establecieron la capital en Hanoi, en el norte del país, y comenzó una nueva era comunista que con el paso del tiempo fue acoplándose al capitalismo y poco a poco terminó abriendo sus fronteras a turistas y demás visitantes.

Pero durante el final de esa década fueron muchísimos los vietnamitas del sur que perseguidos por el nuevo gobierno o acusados de colaborar con los americanos decidieron huir de sus hogares antes de sufrir terribles represalias. Era difícil hacerlo por tierra e imposible por aire, así que la mayoría decidió de la noche a la mañana escapar por el mar del Sur de China, navegando con su familia en todo tipo de barcos sin rumbo fijo, sólo pensaban en perder de vista la costa y ya llegarían a algún otro lugar donde les acogerían y podrían empezar una nueva vida.

Muchos no tuvieron esa suerte, acabaron sus vidas en el mar sin llegar a ningún lado, deshidratados o muertos de hambre, o azotados por temporales y tifones que sus precarias naves no podían vencer. Otros llegaron a países vecinos del sudeste asiático como Malasia, Tailandia o incluso Hong Kong, pero no encontraron el recibimiento que esperaban. Nada más llegar, descubrieron que esos países pretendían repatriarlos a sus lugares de origen, a pesar de las fatales consecuencias que tendría aquella vuelta al nuevo Vietnam. Fueron muchos los que suicidaron antes de sufrir esa pesadilla.

Pero unos cuantos centenares tuvieron la fortuna de llegar a Filipinas, concretamente a la isla de Palawan. Tras muchos días de navegación, el viento y las corrientes les llevaron a desembarcar en Port Barton, una pequeña bahía en el oeste de la isla que hoy en día sigue siendo un lugar idílico, paradisiaco y tranquilo. Un pequeño pueblo habitado por pescadores y agricultores donde los viejos ven pasar la vida a la sombra de los cocoteros y los niños juegan y ríen en sus callejuelas de arena blanca.


Y cuando los habitantes de Port Barton vieron llegar a la playa a toda esa gente cuyo idioma no entendían ni siquiera se preguntaron quiénes eran, de dónde venían o si tenían papeles en regla, nunca les educaron para que llamaran ilegales a otros seres humanos. Comprobaron que eran personas con rasgos físicos muy parecidos a los suyos y que estaban desesperados, tenían miedo, hambre y sed.

Al instante decidieron acogerlos en la escuela del pueblo, los niños podían seguir recibiendo sus clases al aire libre, pero los recién llegados necesitaban un techo. Y a pesar de que los palaweños son gente humilde a la que no les sobra nada todos pusieron su granito de arena para ayudar a los vietnamitas. La escuela se llenó de comida, ropa limpia y seca, y hasta rudimentarios juguetes y chucherías para los niños.

Cuando pasados unos días los nuevos habitantes recuperaron su salud y sus sonrisas, llegaron las autoridades de la isla desde Puerto Princesa. No es fácil llegar a Port Barton desde la capital, sobre todo en temporada de lluvias cuando la carretera de tierra que cruza la jungla de este a oeste se encuentra prácticamente anegada por el agua, el barro y los deslizamientos de tierra.

Finalmente, y con el permiso de Manila, se tomó una decisión. Palawan era y sigue siendo una isla con muy pocos núcleos de población, la mayor parte sigue virgen, una costa desierta a cada lado y una espina dorsal formada por montañas y jungla. Un paraíso donde no faltan recursos, tierra fértil y buena pesca. Aquellos vietnamitas podían quedarse a vivir allí, con un poco de ayuda podían construir humildes casas de bambú, ratán y hoja de palma. Aprovecharían el agua de cualquier río, labrarían la tierra y cultivarían arroz para obtener su sustento.


Dicho y hecho, a unos quince kilómetros de Palawan establecieron una comunidad que con el tiempo llegó a tener hasta dos mil refugiados vietnamitas y le pusieron el nombre de Viet Ville, un pequeño pueblo con calles ordenadas y limpias, jardines, árboles para ofrecer buena sombra, una pequeña iglesia católica y un templo budista.

Aunque como se puede ver en las fotos casi no queda nada de Viet Ville, el pueblo está casi abandonado y sólo quedan cuatro o cinco familias viviendo en alguna de sus destartaladas casas. La mayoría de los refugiados consiguieron con el tiempo asilo político en lugares como Estados Unidos o Canadá y comenzaron su emigración al "primer mundo".

Pero se sigue recordando con cariño la excelente relación que se estableció entre palaweños y vietnamitas. Me comentan que jamás tuvieron ningún problema con la gente local, eran buenos trabajadores y gente formal que no se metía en líos, además se integraron muy rápido en la cultura y el modo de vida filipino e incluso se preocuparon de aprender y hablar tagalog. Por otro lado, son muchos los refugiados emigrados que siguen en contacto con sus amigos palaweños, nunca olvidarán lo que hicieron por ellos y sus familias cuando llegaron a la isla sin nada, totalmente desesperados.

Y yo sigo disfrutando en Palawan de una de las herencias de estos vietnamitas, su gastronomía. Su cocina tiene fama mundial y es de las más variadas del sudeste asiático, así que algunos de los refugiados supieron sacar provecho del asunto y montaron cantidad de restaurantes que años después siguen teniendo gran éxito entre palaweños y visitantes. Se pueden encontrar en toda la isla restaurantes de comida vietnamita llamados chaolong... pero será otra historia que ya iré contando.