jueves, 21 de agosto de 2014

JUEGOS DE GUERRA



"Siete de la mañana, Saigón, sur de Vietnam, me despierto sudoroso y lo primero que ven mis ojos es un ventilador colgado del techo de mi habitación moviendo sus aspas sin cesar, flap, flap, flap, flap, flap... A medida que me desperezo recuerdo que tengo una misión que cumplir, pongo música, The End, interpretada por The Doors, el tema que abre Apocalypse Now, esa magnífica película de Coppola..." (podéis darle al play abajo del post para entrar en ambiente).

Pero no, este no es el Vietnam de los años setenta, ni yo soy Martin Sheen, ni tengo que ir río arriba en busca del enigmático coronel Kurtz. Mi misión era mucho más sencilla, tan sólo me disponía a pasar el día en plan dominguero en Cu Chi, un distrito a unos cuarenta kilómetros de Saigon, en la Route 1, la carretera que lleva a Camboya, hacia el oeste de Ho Chi Minh. Bueno, ese es su nombre actual, yo prefiero llamarla Saigón, como lo siguen haciendo sus habitantes.



No voy a extenderme mucho con la historia del país, pero si hablamos de Vietnam al instante nos viene a la memoria la palabra guerra. Logró su independencia en 1954, cuando formaba parte de la Indochina francesa junto a Laos y Camboya. Y en un principio se formaron dos países, el Vietnam del Norte y el del Sur. Los del norte, comunistas, fueron tomando posiciones y bajando hacia el sur hasta conquistar Saigón. Los americanos apoyaban a estos últimos y estuvieron allí entre 1965 y 1973, hasta que abandonaron Vietnam tras darse cuenta que estaban perdiendo la guerra, no tenían nada que hacer contra las guerrillas del Vietcong y en su propio país estaba creciendo un fuerte rechazo popular ante tal desastre.

Las tropas del norte tomaron el sur y esa guerra civil acabó en 1975. Aunque el mayor impulso y éxito del Vietcong fue la ofensiva del Tet, en 1968. Guerrillas perfectamente organizadas tomaron gran cantidad de ciudades del sur sin que los americanos, no acostumbrados al clima tropical ni a la jungla, pudieran hacer nada. Poco a poco, el ejército del Vietcong fue creando un gran número de túneles y escondrijos que servían como rutas de comunicación y suministros, hospitales, almacenamiento de alimentos y armas, y alojamiento de guerrilleros. Estos laberintos subterráneos llegaron hasta distritos muy cercanos a Saigón, y uno de los más conocidos es el que se encuentra en Cu Chi, ese cuya misión me disponía a iniciar.



Se puede decir que el comunismo vietnamita se adaptó al capitalismo en la década de los ochenta y enseguida abrió sus fronteras al turismo. Y aparte de sus bellezas naturales, su historia o su cultura, supieron como sacar tajada de las zonas más conocidas de su reciente guerra, lugares como la ciudad de Hue o los túneles de Cu Chi. En cantidad de tiendas a lo largo de todo el país es muy fácil encontrar artículos de guerra vendidos como souvenirs, desde uniformes militares o antiguas armas de fuego hasta medallas y carteles propagandísticos, pasando por los clásicos mecheros zippo de los soldados americanos que a pesar de ser nuevos y fabricados en China te prometen y aseguran que son yankies y fueron arrebatados a su tropa una vez machacados por el gran Vietcong.

Ir de Saigon a Cu Chi es relativamente fácil, cualquier agencia turística de las muchas que existen en el centro de la ciudad te organizan un tour por tan sólo unos cinco dólares. Te recogen en tu hotel, te llevan hasta los túneles en una furgoneta con otra docena de turistas y te devuelven a Saigón por la tarde después de hacer un par de paradas estratégicas en alguna tienda para guiris a ver si picas y compras algo para llevarte de recuerdo a casa.



Pero yo, como se suponía que iba a cumplir una misión secreta, pasé de apuntarme a ese zoológico y decidí ir por mi cuenta alquilando una moto, una Honda Dream 125cc semiautomática. Craso error, Saigón es conocida como la capital mundial de las motos, dicen que unos siete millones circulan sin parar por avenidas, calles, callejuelas, aceras y demás, así que sólo conseguir salir de esa inmensa ciudad me costó mucho tiempo y un buen quebradero de cabeza.

Menos mal que otros conductores sintieron lástima y al ver a ese extraño guiri totalmente perdido decidieron ayudarme un poco. Tras esperar en un semáforo rodeado de otros cien moteros vietnamitas, uno de ellos me dijo algo que no entendí pero supongo que sería algo así como "pero dónde vas, alma de cántaro", y yo lo único que pude contestar fue "Cu Chi, Cu Chi...". En fin, caras de asombro y descojono general. Tras un cuchicheo entre ellos hubo uno que me indicó que le siguiera y finalmente pude dejar Saigón atrás, de allí hasta Cu Chi la ruta resultó mucho más tranquila y agradable.



Y al llegar a los túneles de Cu Chi dejé de ser un agente secreto y me convertí en otro turista más, no quedaba otro remedio. Todo el recinto es una especie de parque temático atestado de gente en el que hay que moverse casi en fila india siguiendo a un guía que va dando explicaciones en inglés del lugar y las batallas que allí ocurrieron mientras ensalza al glorioso ejército del Vietcong y a su querido y amado líder, el señor Ho Chi Minh.

Pero la verdad es que es un sitio que merece una visita, sobre todo si vais a estar en Saigón un par de días. Es increíble ver cómo unos cuantos guerrilleros enclenques, cansados y mal alimentados, pero con la moral por las nubes, consiguieron desesperar y derrotar a las tropas del Tío Sam. Un trozo de jungla donde todavía se pueden ver algunas de las trampas que utilizaban, hechas con estacas de bambú afiladas, serpientes, escorpiones o arañas. Una especie de ciudad subterránea que aguantaba hasta las bombas de los B52, llama la atención los socavones producidos por éstas. También puede jugar uno a ser guerrillero disparando todo tipo de armas, desde pequeñas pistolas hasta bazookas, e incluso me adentré en uno de los túneles abiertos al público, nunca más, no he pasado tanta claustrofobia en toda mi vida.





lunes, 18 de agosto de 2014

IGLESIA NI CRISTO




Ya sé que al ver el título de este post o el cartel que sale en la fachada de esta iglesia nos entra la risa floja, y supongo que ocurre lo mismo a todos los hispanohablantes que visitan Filipinas, es normal, da juego a un chiste fácil y pensamos "será que a esta iglesia no entra ni Cristo". Pero no, en realidad significa Iglesia de Cristo, ya que en tagalog ni se traduce como nuestra preposición de. Y no tiene gracia la cosa, a mí personalmente me da un poco de yuyu.

Es sabido que la religión mayoritaria en Filipinas es el catolicismo, fruto de la colonización española que en su principio llenó el archipiélago de curas agustinos. También hay un pequeño porcentaje de musulmanes, sobre todo en el sur, en la región de Mindanao. Y después se sumaron al banquete unos cuantos presbiterianos, evangelistas, adventistas del séptimo cielo, mormones, metodistas, etc.

Se supone que la Iglesia de Cristo, o como quieran llamar a esta secta, sólo cuenta con un cinco por ciento de la población pinoy, pero visto lo visto me extraña que no sea más e indagando un poco en el poder que tiene estoy seguro que desgraciadamente irá subiendo en el ranking. Este año se celebra su centenario, fue fundada por un iluminado llamado Félix Manalo en 1914. Este iluminado dijo que Dios se le apareció un día para decirle que había que restaurar el cristianismo que había ido degenerando tras fallecer Jesucristo, y sus fieles le consideraron como el último profeta. Además, debió montar una especie de monarquía, ya que tras su muerte fue un hijo suyo quien heredó el trono y ahora es su nieto quien maneja los hilos de tal bendición.

A diferencia del catolicismo ignoran la Santísima Trinidad, niegan la deidad de Jesucristo y no creen en el Espíritu Santo, dicen que sólo creen en lo que dice la Biblia y que el resto de cristianos son apóstatas que no conseguirán la salvación. Están convencidos de que cuando sus fieles la palman su espíritu vuelve a Dios, allí resucitan y viven en un lugar que ellos llaman la Nueva Jerusalén. No sólo eso, sino que tras mil años resucitarán de nuevo, ¡qué obsesión!, y los que no pertenezcamos a su secta acabaremos en el lago del fuego. Ese día se llamará el del último juicio, y hasta Jesucristo volverá a resucitar.

No todo iba a ser tan malo, comparto una de sus reglas básicas. Para pertenecer a su iglesia hay que bautizarse, pero de adulto y tras una formación que dura unos seis meses. A mí me bautizaron con tres días de vida, no recuerdo nada pero nadie me preguntó si estaba de acuerdo o no, y claro, en esa amplia experiencia vital que tenía entonces me imagino que mis únicas preocupaciones eran alimentarme de la leche de mi madre y sobar el mayor número de horas posibles. Y como para borrarme del catolicismo hoy en día, apostatar resulta más complicado que darte de baja en Facebook.

La Iglesia ni Cristo no admite que se la defina como secta, se basan en sus obras de caridad a pobres y necesitados, a sus ayudas económicas a víctimas de catástrofes, recordemos que Filipinas bate todos los records en cuanto a desastres naturales tales como tifones, tsunamis, inundaciones o terremotos... y hasta tienen un par de records Guinnes en este aspecto, parece que se preocupan más en aparecer en estas estadísticas que en otra cosa. Pero su influencia política y social es más que sospechosa.

Poseen una gran fortuna fruto de las donaciones de sus fieles y vaya usted a saber de qué más. Son los principales accionistas de un gran número de las empresas más potentes del archipiélago, tienen cantidad de cadenas de radio y televisión, y enormes catedrales en más de cien países a lo largo del planeta. Incluso han comprado un pueblo entero llamado Scenic en el estado americano de Dakota del Sur. Algo muy raro para una religión que sólo representa a un pequeño porcentaje de la población pinoy.

Y lo más alucinante, cuando hay elecciones todos sus fieles deben votar en bloque bajo vigilancia de sus supervisores, y, por supuesto, a quien su jefe les diga. Sobra decir las ingentes donaciones bajo la mesa que recibirán de los dirigentes del gobierno para obtener sus votos. Hasta se ha declarado fiesta nacional el aniversario de su fundación que celebran este año, algo que todavía no acaba de entender la población filipina.

Quise obtener más información intenando entrevistar al Ministro de su principal catedral en Puerto Princesa, en la isla de Palawan. Para que me permitieran entrar en su mundo tuve que ir a la cita con zapatos, pantalón y camisa de manga larga, algo que tras años de vivir en un clima tropical no estoy muy acostumbrado a usar. Y total para nada, no me dijeron gran cosa. El Ministro me comentó que antes de hablar conmigo debía pedir autorización a su Executive Minister, y tendrían que ver todo lo que iba a escribir, dónde y cuándo. No me gustó nada todo aquello y me lo quité de la cabeza. Algunos amigos filipinos me insistieron en que tuviera mucho cuidado, están seguros de que esta gente es una mafia peligrosa y si quería seguir viviendo en Filipinas o pasando largas temporadas por aquí sería mejor que desechara mi idea, podría ser víctima de cualquier "accidente".



jueves, 14 de agosto de 2014

JEEPNEYS: LOS AUTOS LOCOS DE FILIPINAS


En un país como Filipinas con más de siete mil islas hay muchas formas para moverse de un lado a otro del archipiélago. Cantidad de compañías marítimas con todo tipo de embarcaciones, desde ferrys más o menos modernos hasta barcos de carga habilitados para llevar pasajeros o tradicionales bangkas, trimaranes con patines de bambú. Y en los últimos años gracias a la proliferación de líneas aéreas low cost cada vez resulta más fácil y barato viajar en avión.

Y una vez dentro de una isla nos podremos desplazar en todo tipo de transportes comunes como autobuses, furgonetas, taxis o tricicles, un tipo de sidecar parecido a los que se ven en otros países asiáticos. Pero hay un vehículo para moverse entre pueblos o dentro de ciudades que enseguida nos llamará la atención por su diseño, su decoración y el ambiente que se suele formar en su interior. Me refiero a los jeepneys, otra de las muchas tradiciones filipinas que no veremos en ningún otro lugar del sudeste asiático.


Los primeros jeepneys fueron los típicos willys del ejército americano que fueron abandonados en Filipinas al finalizar la segunda guerra mundial. Algunos emprendedores y pequeños empresarios se dieron cuenta que no hacía falta acabar de destrozar esos cacharros y venderlos como chatarra, eran unos vehículos con una carrocería realmente dura, con tracción a las cuatro ruedas y podían recorrer cualquier lugar de las islas a pesar de que los caminos estuvieran destrozados o llenos de barro y agua. Ya estaban germinando una idea que tuvo y sigue teniendo un gran éxito en todo el archipiélago. Tan sólo había que alargar esos jeeps un poco para que entraran más personas y se convertirían en perfectos medios de transporte, algo que no habían visto en el país hasta esa fecha.

Lógicamente, aquellos viejos jeepneys fueron sucumbiendo con el paso de los años y ahora son fabricados por un par de empresas locales que han intentado mantener el mismo diseño que tenían los antiguos. Incluso en algunas ciudades los están cambiando por furgonetas modernas de marca japonesa que sin tener el mismo encanto los decoran de igual manera y al menos no consumen y contaminan tanto como sus antecesores.


Lo primero que llama la atención de un jeepney es su exterior, un enorme vehículo de chapa de acero repleto de luces, alerones y graffitis de una gran calidad artística pintados con aerógrafo a gusto del propietario, desde imágenes religiosas hasta musicales pasando por escenas tropicales propias del país. Quien mejor decorado tenga su jeepney más llamará la atención de los pasajeros. Cada vez estoy más convencido de que el tuning se inventó en Filipinas, y algunos también llevan instalado un potente equipo musical para amenizar sus trayectos.

Pero para conocer bien cómo funciona un jeepney hay que meterse dentro, algo que a muchos turistas les causa pavor ya que piensan que es un auténtico caos y acabarán perdidos en cualquier lugar desconocido. Que no cunda el pánico, es muy fácil moverse en ellos y tanto el conductor como el resto de pasajeros estarán encantados de echarnos una mano.


En los laterales de un jeepney siempre aparecen escritos los lugares que va a recorrer, eso es lo primero que debemos mirar. Una vez escogido nuestro destino subiremos por la parte trasera, eso sí, con la cabeza agachada para no rompernos la crisma con el techo, y buscaremos un sitio libre en uno de los dos bancos que están situados uno frente al otro. Probablemente estaremos algo apretujados unos con otros pero no pasa nada, como es posible que no haya dentro más kanos (extranjeros blancos) seremos al momento el punto de atención y comprobaremos al instante la amabilidad y hospitalidad filipinas. Nuestro viaje en jeepney se va a convertir en una animada conversación llena de preguntas, respuestas y risas, muchas risas con el resto de pasajeros. Una forma de conocer mejor la vida cotidiana de los filipinos sin hablar únicamente con quienes se dedican al turismo.


Otra ventaja de los jeepneys es su ridículo precio, en casi ningún trayecto pagaremos más de diez pesos por persona, menos de veinte céntimos de euro. Y lo más sorprendente es la forma de pago, el propio conductor es el que maneja la pasta y los pasajeros se van pasando el dinero unos a otros hasta llegar a él. Si nos tienen que dar las vueltas será el conductor quien realice el mismo proceso en sentido inverso hasta que el dinero llegue a nuestras manos.

Para terminar, añadir que un jeepney no tiene paradas concretas, podemos cogerlos en cualquier lado de la calle o la carretera agitando la mano y cuando queramos bajar no tenemos más que golpear el techo con una moneda o decir "para", así como suena, el verbo parar se dice exactamente igual en tagalog que en español.